miércoles, 20 de febrero de 2019

De Pueblo Quieto y sus bondades



DE PUEBLO QUIETO Y SUS BONDADES

*Artículo escrito el 17 de marzo de 2017.

Retomo el vicio por escribir a un año de haber llegado a Minnesota y a casi dos de no hacerlo por gusto, sino –eventualmente– por obligación o necesidad. Aún no vivía en Minneapolis cuando sentí unas repentinas ganas de escribir tras un paseo andando por Saint Paul, la otra Twin City en la que viví durante los primeros 9 meses de haber llegado a Minnesota.

Será por la nostalgia que me pudo haber producido ese paseito solitario alrededor la ciudad beige, la ciudad noventera; será porque Vero Aguilera me había insistido hace tiempo en que escribiera de nuevo y no lo eché en saco roto; o será porque simplemente andaba inspirado leyendo, pues había retomado un fantástico libro que desde el verano de 2014 me había regalado JE Gutierrez tras mi vuelta a Madrid luego de pasar unas semanas en Tel Aviv y que no había terminado –y aún no termino de leer. ¡A saber qué otras tantas prioridades he de haber tenido en el interim! Si bien es cierto que es un libro bastante complicado, aunque de menos dificultad para gente versada en la lectura –quizá por eso no lo he podido terminar– también es cierto que la desidia y otras prioridades no me habían dejado terminarlo… Dejo al libro y retomo lo mío:

Así transcurrió esa tarde de verano del 2016 en la que por seguir leyendo y por no gustarme escribir en el teléfono ni en una incómoda tableta -cual millenial-, abandoné esas ansias que hasta hoy retomé.

El 4 de marzo del año pasado llegué a Saint Paul, con la mejor ilusión típica de un Agregado Diplomático, recién ingresado al Servicio Exterior Mexicano. Con ilusión, sí, aunque también con escepticismo, pues muy poco se conoce sobre Minnesota en México, sea por impopularidad, sea por lejanía, sea por mera ignorancia. Estoy cierto que hasta que los Vikings no ganen un Super Bowl, en México sólo se seguirá conociendo a Minnesota por el frío, por Prince para los poperos-rockeros y hasta closeteros, y por Fargo para los cinéfilos. Más allá, lo dudo, salvo por mi generación que vio de cerca Beverly Hills 90210 y recordará que Brandon y Brenda Walsh eran oriundos de estas tierras (si es que su atención no se las robó Kimberly o Steve).

He de confesar que cuando me informaron que mi adscripción sería Saint Paul, desconocía a ciencia cierta que se trataba de la capital del Estado de Minnesota. El nombramiento causó incertidumbre en mi persona, pero estrictamente eso: incertidumbre. Por un lado, había quien me decía que se trataba de una excelente primera adscripción para la carrera diplomática, y por otro había quienes me decían que estaba lejos de ser un buen lugar, pues el frío –antártico, según muchos– hacía de las ciudades gemelas un lugar poco apto y menos agradable para vivir. Pocas eran mis referencias y muchas mis dudas. No obstante, a juzgar por quienes habían estado al frente del Consulado en Saint Paul, asumí que no se trataba del peor lugar. Gente de primera lo había encabezado: me refiero Nathan Wolf Lustbader, uno de los promotores de México más apasionados y profesionales que he conocido, a Ana Luisa Fájer, con una admirable trayectoria en el SEM (quien además me entrevistó férreamente durante mi concurso de ingreso al SEM) y a Alberto Fierro, de quien tuve el honor de que me recibiera como mi primer Cónsul en jefe, aunque poco me duró el gusto (sólo un par de meses de convivir y aprender de él, antes de que fuera designado titular del Instituto Cultural de México en Estados Unidos). Sin embargo, otras voces dentro de la Cancillería me decían “suerte en Pueblo Quieto”, ahí en donde después de las 5 no hay nada qué hacer, ahí en donde no hay más que frío, en donde no hay más que aburrimiento. Hoy puedo desafiar categóricamente esa premisa, pero eso será en otro momento.

Si a ello le sumamos que mi preferencia de adscripción era un país de vida difícil (en África o Medio Oriente) y que la última de mis preferencias era Estados Unidos, entonces le abonaba una dosis de reticencia –que no significa disgusto– a mi nombramiento. Estaba un tanto empecinado con el Medio Oriente, pues había dejado una tarea pendiente por ahí desde que trabajaba en ProMéxico, cosa que no sucedió con respecto a África, pues habíamos conseguido atraer la primera inversión africana en México de la mano de Ana Osorio y Alejandro Hinojos, pero me resultaba igualmente interesante una adscripción en el Magreb o inclusive en el África Subsahariana.

Estados Unidos, en cambio, no me parecía tan atractivo, pues mis cortas experiencias de turista –aunque divertidas– no habían sido particularmente fantásticas, y mi estancia de prácticas profesionales en Houston hace 13 años cuando quería dedicarme al Derecho Marítimo, tampoco habían superado mis expectativas en el plano personal, aunque ciertamente en lo profesional parecía más interesante. Estaba un tanto negado al modus vivendi estadounidense. En buena parte por gusto y en otra por la idiosincrasia con la que me identifiqué al estudiar en Europa. Y es que soy más de soccer que de fútbol americano, más de un libro que de una serie, más de una botana que de un sandwich, más de un vino que de un refresco, más de un domingo en el parque que en un mall, más de metro y bicicleta que de un coche, más de nadar que de correr, más de una chamoyada que de un smoothie, más de un taco al pastor que de un taco salad, más de agua del grifo que embotellada, más de una feria de barrio que de un Six Flags, más de un pan de muerto que de un cupcake, más de allá y menos de acá, más del ser y menos del tener. Prejuicios todos que han ido matizándose –algunos– o incluso cayéndose –otros–, para bien o para mal.

En fin, luego de un duro adiós en el aeropuerto y un vuelo por demás nostálgico, llegué a Saint Paul procedente de Chicago, pues no hay aún un vuelo directo entre México y Minneapolis-Saint Paul (aunque mis baterías están puestas en que lo haya antes de que me vaya de aquí y se ha convertido en un reto quasi personal). Mi primer interacción local fue con mi hoy querida amiga Érika Valle, quien amablemente me recibió y me llevó hasta mi hotel, no sin antes hacer una parada técnica en el Bull Dog, en donde además de zamparme una clásica 50/50, sugerida por Jake Neamy (de quien supe instantáneamente que nos volveríamos muy buenos amigos) me familiaricé un poco con Saint Paul que ya para ese momento me parecía una ciudad llena de esencia, una ciudad con alma de pueblo pero con cara de metrópoli, una ciudad imperfecta cuya imperfección era justo lo que la volvía particularmente interesante, una ciudad de luz cálida, una ciudad quizás hasta romántica, una ciudad tímida, una ciudad callada. Una ciudad que de pueblo tenía poco y de quieto menos. Al menos eso me pareció, en principio.

Al siguiente día tomé el metro hacia Bloomington, pues es ahí en donde se encuentra el famosísimo Mall of America. Quienes me conocen bien saben de mi animadversión por los centros comerciales, así que sólo era el pretexto para montarme en el tren y explorar la ciudad. Mejor dicho: las ciudades y hasta un suburbio. Una larga travesía pero que me sirvió para explorar y familiarizarme con el frío de la ciudad, pues estábamos a 0 grados centígrados. Quién diría que hoy con esa temperatura hasta me dan ganas de ponerme shorts.

Por la noche me reuní con Alberto, quien con su amabilidad característica me mostró Minneapolis. En sólo unos minutos recorrimos Lake Calhoun, fuimos al centro de Minneapolis, pasamos al Seven a saludar a amigos suyos (entre quienes conocí al buen Gabino) para acabar cenando en Saint Dinnette, justo en el centro de Saint Paul. ¡Qué emoción! ¡Qué agradable me parecía todo! No me arrepentía ni en lo más mínimo de haber corrido con tanta suerte de haber sido enviado a Minnesota. Ya me lo decía Oscar Camacho, quien me hablaba una y otra vez de lo hermoso que era Minnesota y de lo bien que aquí me la pasaría. Así ha sido. Mejor y peor de lo esperado, todo eso junto y revuelto a la vez.

Así transcurrió mi primer encuentro con Pueblo Quieto, en una suerte de coqueteo enganchador. De esos que te dejan con la curiosidad de explorar más y más. No sabía que el coqueteo se convertiría en romance luego de un tiempo… Sobre ello hablaré en “De Pueblo Quieto y sus bondades, parte 2" [et in fine].

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